Llega el verano, también a misiones, pero un #VeranoMisión.
Tras las jornadas formativas, hoy acaba la 69 Semana de Misionologia de Burgos, parece que empieza el descanso merecido, pero aún hay muchos que se entregarán a los mas empobrecidos en su tiempo de ocio.
Irán pensando en todo lo que van a dar y recibirán mucho mas a cambio. Vaciarán sus maletas y llenarán sus corazones.
Hemos ido compartiendo diversos enlaces y propuestas para tal fin. Y sabemos que un buen grupo de jóvenes se implicarán, junto a religiosos y religiosas, a darse en la misión.
Tampoco en el Secretariado se para, ya que el material del DOMUND 2016, bajo el lema "SAL DE TU TIERRA", está a punto de llegar y requiere manos para su preparación.
Para ir abriéndonos a la celebración de la propagación de la fe
, podemos ir saboreando el mensaje del papa Francisco para la ocasión:
MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO
PARA LA JORNADA MUNDIAL DE LAS MISIONES 2016
Iglesia misionera, testigo de misericordia
Queridos hermanos y hermanas:
El Jubileo extraordinario de la Misericordia, que la Iglesia está
celebrando, ilumina también de modo especial la Jornada Mundial de las
Misiones 2016: nos invita a ver la misión
ad gentes como una
grande e inmensa obra de misericordia tanto espiritual como material. En
efecto, en esta Jornada Mundial de las Misiones, todos estamos
invitados a «salir», como discípulos misioneros, ofreciendo cada uno sus
propios talentos, su creatividad, su sabiduría y experiencia en llevar
el mensaje de la ternura y de la compasión de Dios a toda la familia
humana. En virtud del mandato misionero, la Iglesia se interesa por los
que no conocen el Evangelio, porque quiere que todos se salven y
experimenten el amor del Señor. Ella «tiene la misión de anunciar la
misericordia de Dios, corazón palpitante del Evangelio» (Bula
Misericordiae vultus, 12), y de proclamarla por todo el mundo, hasta que llegue a toda mujer, hombre, anciano, joven y niño.
La misericordia hace que el corazón del Padre sienta una profunda
alegría cada vez que encuentra a una criatura humana; desde el
principio, él se dirige también con amor a las más frágiles, porque su
grandeza y su poder se ponen de manifiesto precisamente en su capacidad
de identificarse con los pequeños, los descartados, los oprimidos (cf. Dt 4,31; Sal
86,15; 103,8; 111,4). Él es el Dios bondadoso, atento, fiel; se acerca a
quien pasa necesidad para estar cerca de todos, especialmente de los
pobres; se implica con ternura en la realidad humana del mismo modo que
lo haría un padre y una madre con sus hijos (cf. Jr 31,20). El
término usado por la Biblia para referirse a la misericordia remite al
seno materno: es decir, al amor de una madre a sus hijos, esos hijos que
siempre amará, en cualquier circunstancia y pase lo que pase, porque
son el fruto de su vientre. Este es también un aspecto esencial del amor
que Dios tiene a todos sus hijos, especialmente a los miembros del
pueblo que ha engendrado y que quiere criar y educar: en sus entrañas,
se conmueve y se estremece de compasión ante su fragilidad e infidelidad
(cf. Os 11,8). Y, sin embargo, él es misericordioso con todos, ama a todos los pueblos y es cariñoso con todas las criaturas (cf. Sal 144.8-9).
La manifestación más alta y consumada de la misericordia se encuentra
en el Verbo encarnado. Él revela el rostro del Padre rico en
misericordia, «no sólo habla de ella y la explica usando semejanzas y
parábolas, sino que además, y ante todo, él mismo la encarna y
personifica» (Juan Pablo II, Enc.
Dives in misericordia,
2). Con la acción del Espíritu Santo, aceptando y siguiendo a Jesús por
medio del Evangelio y de los sacramentos, podemos llegar a ser
misericordiosos como nuestro Padre celestial, aprendiendo a amar como él
nos ama y haciendo que nuestra vida sea una ofrenda gratuita, un signo
de su bondad (cf. Bula
Misericordiae vultus,
3). La Iglesia es, en medio de la humanidad, la primera comunidad que
vive de la misericordia de Cristo: siempre se siente mirada y elegida
por él con amor misericordioso, y se inspira en este amor para el estilo
de su mandato, vive de él y lo da a conocer a la gente en un diálogo
respetuoso con todas las culturas y convicciones religiosas.
Muchos hombres y mujeres de toda edad y condición son testigos de
este amor de misericordia, como al comienzo de la experiencia eclesial.
La considerable y creciente presencia de la mujer en el mundo misionero,
junto a la masculina, es un signo elocuente del amor materno de Dios.
Las mujeres, laicas o religiosas, y en la actualidad también muchas
familias, viven su vocación misionera de diversas maneras: desde el
anuncio directo del Evangelio al servicio de caridad. Junto a la labor
evangelizadora y sacramental de los misioneros, las mujeres y las
familias comprenden mejor a menudo los problemas de la gente y saben
afrontarlos de una manera adecuada y a veces inédita: en el cuidado de
la vida, poniendo más interés en las personas que en las estructuras y
empleando todos los recursos humanos y espirituales para favorecer la
armonía, las relaciones, la paz, la solidaridad, el diálogo, la
colaboración y la fraternidad, ya sea en el ámbito de las relaciones
personales o en el más grande de la vida social y cultural; y de modo
especial en la atención a los pobres.
En muchos lugares, la evangelización comienza con la actividad
educativa, a la que el trabajo misionero le dedica esfuerzo y tiempo,
como el viñador misericordioso del Evangelio (cf. Lc 13.7-9; Jn
15,1), con la paciencia de esperar el fruto después de años de lenta
formación; se forman así personas capaces de evangelizar y de llevar el
Evangelio a los lugares más insospechados. La Iglesia puede ser definida
«madre», también por los que llegarán un día a la fe en Cristo. Espero,
pues, que el pueblo santo de Dios realice el servicio materno de la
misericordia, que tanto ayuda a que los pueblos que todavía no conocen
al Señor lo encuentren y lo amen. En efecto, la fe es un don de Dios y
no fruto del proselitismo; crece gracias a la fe y a la caridad de los
evangelizadores que son testigos de Cristo. A los discípulos de Jesús,
cuando van por los caminos del mundo, se les pide ese amor que no mide,
sino que tiende más bien a tratar a todos con la misma medida del Señor;
anunciamos el don más hermoso y más grande que él nos ha dado: su vida y
su amor.
Todos los pueblos y culturas tienen el derecho a recibir el mensaje
de salvación, que es don de Dios para todos. Esto es más necesario
todavía si tenemos en cuenta la cantidad de injusticias, guerras, crisis
humanitarias que esperan una solución. Los misioneros saben por
experiencia que el Evangelio del perdón y de la misericordia puede traer
alegría y reconciliación, justicia y paz. El mandato del Evangelio:
«Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el
nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar
todo lo que os he mandado» (
Mt 28,19-20) no está agotado, es
más, nos compromete a todos, en los escenarios y desafíos actuales, a
sentirnos llamados a una nueva «salida» misionera, como he señalado
también en la Exhortación apostólica
Evangelii gaudium:
«Cada cristiano y cada comunidad discernirá cuál es el camino que el
Señor le pide, pero todos somos invitados a aceptar este llamado: salir
de la propia comodidad y atreverse a llegar a todas las periferias que
necesitan la luz del Evangelio» (20).
En este Año jubilar se cumple precisamente el 90 aniversario de la
Jornada Mundial de las Misiones, promovida por la Obra Pontificia de la
Propagación de la Fe y aprobada por el Papa Pío XI en 1926. Por lo
tanto, considero oportuno volver a recordar la sabias indicaciones de
mis predecesores, los cuales establecieron que fueran destinadas a esta
Obra todas las ofertas que las diócesis, parroquias, comunidades
religiosas, asociaciones y movimientos eclesiales de todo el mundo
pudieran recibir para auxiliar a las comunidades cristianas necesitadas y
para fortalecer el anuncio del Evangelio hasta los confines de la
tierra. No dejemos de realizar también hoy este gesto de comunión
eclesial misionera. No permitamos que nuestras preocupaciones
particulares encojan nuestro corazón, sino que lo ensanchemos para que
abarque a toda la humanidad.
Que Santa María, icono sublime de la humanidad redimida, modelo
misionero para la Iglesia, enseñe a todos, hombres, mujeres y familias, a
generar y custodiar la presencia viva y misteriosa del Señor
Resucitado, que renueva y colma de gozosa misericordia las relaciones
entre las personas, las culturas y los pueblos.
Vaticano, 15 de mayo de 2016, Solemnidad de Pentecostés
Francisco